Érase una vez Adamuz…
Érase
una vez un pequeño pueblo, que pronto se convertiría en una gran localidad. Se
llamaba Adamuz. La tenacidad de sus conciudadanos, su buen hacer y el calor con
el que convivían hicieron de Adamuz un lugar próspero y acogedor, al que uno
siempre desea regresar.
Había
allí una familia muy humilde que se apellidaba León de primero y Ruiz de
segundo. La formaban padre, madre y cuatro hermosas hijas, que se llevaban
cinco y cuatro años entre sí, y trabajaban duramente en el campo. Nunca les
faltó qué comer.
Las
niñas asistían a la escuela y se aplicaban todo lo que el oficio les permitía.
Aunque pobres, fueron muy felices hasta que un terrible suceso dejó un vacío
del que jamás conseguirían recuperarse. “Los recuerdos feos que tenemos no se
pueden olvidar pero bueno, eso queda ahí”, se lamenta más de sesenta años
después Carmen, la segunda.
Perdieron
a su padre en circunstancias poco agradables. Su madre quedó viuda, joven y con
cuatro bocas que alimentar: la mayor de diecinueve, catorce la siguiente, diez
tenía Carmen y cinco Paca, la pequeña.
Aunque
vivían en la misma casa, Carmen quedó al cargo de su tía. Aquél suceso, sin
embargo, la acercaría a descubrir lo que ha sido su gran pasión: la costura.
Aprendió con un sastre amigo de su tía, y dio su primera puntada con tan
sólo once años. Y a partir de ahí todo eran hilos, agujas y dedales. “Hermana,
¿te coso un botón?”, preguntaba impaciente. “Carmen, no tengo ningún botón
suelto”, le respondían. “Pues lo descoso primero y lo coso después”, insistía.
Y si no cosía, así estaba todo el tiempo.
Más
tarde una maestra le mostró todos los secretos del oficio. Ésta tenía su casa
de coser pero tanta costura le llegaba que ya no daba a vasto, y tuvo que
traerse a Carmen y otras muchachas para coser en las casas. Con ella estuvo
cinco años: marcar, cortar, hilvanar, coser, repasar…
¡Y
agárrate en las vísperas de fiesta! Trajes nuevos para unos y arreglos para
otros. Puntadas de día y puntadas de noche.“Que si os vais a vuestra casa a
comer, entre el ir y el venir, no nos da tiempo a terminar lo de la Genara”,
les decía a las ayudantes la maestra. “Que si os vais hoy a dormir a vuestra
casa, entre el ir y el venir, no nos da tiempo a terminar lo de Don Emilio”,
les repetía.
De
modo que a sus setenta y tantos años, Carmen está al revés si por lo menos no
pega un botón en todo el día o coge un bajo o zurce un calcetín.
Después
tocó abandonar el pueblo y trasladarse temporalmente a Málaga, al Arroyo de la
Miel, y definitivamente, hará ya unos cuarenta años, a Córdoba. ¿Y qué le
esperaba a Carmen en la ciudad? “En el pueblo ganábamos para comer, en Málaga
trabajábamos para comer y aquí trabajamos para comer”.
En
Córdoba ha vivido algunos de sus mejores años. Muy unida a su hermana Paca, se
las ingeniaron para vivir la una en el “bajo a” y la otra en el “bajo b”. Pero
la compañía del pueblo la han echado de menos entonces, ahora y siempre. Las
puertas abiertas “¡Vecina, qué haces!”, “¡Vecina qué tienes!”, “¡Vecina, qué
cantas!”. El cariño y la amistad del pueblo.
Carmen mira pensativa su máquina de
coser, cierra los ojos. Aparecen sus hermanas y las niñas de la calle. Es el
día del Señor y amanece despejado. Por la mañana todas corretean como locas en
busca de flores y más cosas, para montar altares por todo el pueblo: altares al
Señor. Luego sacan colchas, decoran las puertas con las flores recogidas y
rezan. Apenas perceptible, un susurro, casi un pensamiento “Lo divertido que… y
lo recuerdas con alegría… era algo tan grande para nosotras…”, Carmen.
Alejandra Vanessa
Este
texto ha sido escrito por Alejandra Vanessa (Córdoba, 1981). Licenciada en Filología
Hispánica por la Universidad de Córdoba. Ha publicado el poemario Colegio de
monjas (mención especial del Premio Andalucía Joven de Poesía 2004; DVD, 2005)
y el libro híbrido El hombre del saco (El Gaviero, 2006). Ha recibido diversos
premios por sus relatos infantiles. Es una de las coordinadoras de la editorial
y gestora cultural La Bella
Varsovia. En realidad
quiere ser artista.